Por. Mara. G. Martínez Valero
Crecí en una pequeña ciudad al norte de Coahuila, en los años setenta del siglo pasado. Era una época donde los niños y niñas jugábamos en la calle: a las escondidas, a brincar la cuerda y a los calabaceados. Y sin embargo se esperaba que fuéramos obedientes y practicáramos los rituales religiosos que nuestros padres y abuelos seguían. Yo era una de esas niñas que se empeñaba a encontrar a Dios fuera del templo.
Mi abuela materna completó el paquete para que yo fuera cada vez más excéntrica. Fue ella quien me enseñó a amar la naturaleza, a disfrutar la tierra húmeda, a leer las nubes, a hablar con los animales e intentar comprender lo que ellos responden. Me gustaba caminar horas rumbo a la sierra, solo para encontrarme con los árboles y la acequia que tanta paz me daba.
Así aprendí sobre mí, sobre el mundo y sobre Dios.
Para cuando cumplí doce años, ya me había alejado (o escapado) - muchas veces- de la seguridad del hogar.
Un poco antes de entrar a la pubertad, descubrí uno de mis juegos favoritos: imaginar que era sorda y además muda. Tenía esta fantasía de vivir en un mundo sin sonido y me gustaba practicarlo por largos períodos, hasta que mi hermana me obligaba a abandonar el juego y me convencía de que hablar era mucho más divertido.
Fue durante mi fase "sordomuda" cuando me encontré con Dios. Ese silencio era capaz de quitarme cualquier enojo, miedo y frustración que hubiera acumulado durante el día. A los 24 años descubrí que las prácticas espirituales del hinduismo y el budismo se parecían mucho a mis juegos de pequeña... y dejé de lado la religiosidad católica. Con todo, un día, meditando en un ashram me encontré con Jesús de nuevo. Esa experiencia me llevó a estudiar su vida y decidí hacerlo mi Señor.
Hoy -al menos una hora al día- hago, de mi oración en el silencio, mi práctica de paz cotidiana.
A veces, mis estudiantes de "Fe y mundo contemporáneo" me preguntan cómo hacer para renovar sus creencias, cómo poder encontrarse con ese Dios-amor y, sobre todo, cómo lograr estar en silencio en un mundo con tanto ruido. Y es que el silencio, condición indispensable para escuchar nuestro interior, cada vez más difícil de encontrar.
Yo te invito a huir del templo para seguir a tu Dios, o a tu Señor, o al Amigo que le dé sentido al universo. Ve al desierto, a la naturaleza pura. Ahí donde puedes hallarlo y permitir que él te habite. Intenta apagar el ruido externo un rato. Deja tu celular, la televisión, tu laptop. Te sorprenderás de encontrar todo lo que hay dentro de ti.
- La Salle Saltillo.
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